martes, 22 de noviembre de 2011

Pon la bestia sobre su tumba

Pon la bestia sobre su tumba

Los naipes pasaban por sus manos como si no los viera; sin embargo, se hallaba muy atento a ellos y a su significado, tratando de ligar un buen juego en aquellas sucesivas partidas de póker.
Mientras jugaba y fumaba, tratando de disimular sus nervios, por la mente de Clark J. Nelson, un joven muy alto y delgado, de abundantes cabellos castaño cobrizos, que le caían sobre la frente, escapando por debajo del "Stetson" como ramas de un frondoso sauce llorón, desfilaban los recuerdos.
Clark tenía mucho cabello, pero gracias a que era lacio, lograba encasquetarse el sombrero. Pese a su color castaño cobrizo, tenía los ojos de un azul muy claro, como el cielo de un día soleado, en ese pundo en que el sol está alto y deslumbrante.

Con el Colt preparado

Con el Colt preparado

El jinete detuvo su marcha en la cima de la pequeña colina.
-¡Wyoming! -exclamó-. Más de mil kilómetros desde El Paso.
La muchacha rubia, desgreñada y sudorosa que le acompañaba, murmuró con desgana:
-¿Crees que servirá de algo?
-¡Rossie! -exclamó él con una dulce sonrisa-. Me han echado de demasiadas ciudades, y me prometí interiormente que esto no volvería a ocurrir. Me lo debo a mí mismo y te lo debo a ti.
-Me lo has prometido demasiadas veces, Max. Perdona si no me impresionan tus palabras.
-Ahora será distinto, Rossie. No tendrás queja de mí.

Balas para los canallas

Balas para los canallas

Turk Miller acabó de limpiar y engrasar sus armas. Era un hombre alto, de caderas estrechas y anchas espaldas, característica de los hombres que pasan la mayor parte de su vida sobre la silla de sus caballos. La nota más sobresaliente de sus facciones, correctas, la daban sus pálidos y penetrantes ojos en su tez morena.
Clenn Hetch, a su lado, acabó también de limpiar y engrasar sus armas. Un pesado rifle "Sharp" y dos "Colts" de calibre 45.
Clenn tenía bastante más edad que su compañero. Su rostro, extremadamente alargado, mantenía siempre la expresión más lúgubre que pueda imaginarse.

El mestizo

El mestizo

Dolan Tovne y Betty Brewer, inmóviles, silenciosos, contemplaban las diversas tonalidades del firmamento, las rocas y el río, que parecía fundirse, en un incomparable tapiz multicolor.
Las caudalosas aguas del Colorado deslizábanse rápidas por las rocosas gargantas de Gran Cañón, en Sierra Negra, al norte del Estado de Arizona, entre torbellinos de espumas y un fragor de trueno.
Las galerías y cavernas, abiertas por la corriente en épocas remotas, semejaban fantásticas obras arquitectónicas de un mundo quimérico. La perfección de los arcos, colomnas, torres y balaustradas, y el color gris rojizo de los peñascos, que se mezclaban con todos los del iris en la maravillosa puesta del sol de aquel atardecer del verano del 1869, demostraban que Madre Naturaleza puede brindar espectáculos jamás concebidos por la inteligencia del hombre.

Ángel de exterminio

Ángel de exterminio

Era una bella inscripción sobre mármol:
"Así sucederá al fin de los siglos: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos..."
Era el versículo de las Escrituras. Justamente el número cuarenta y nueve, del capítulo trece de san Mateo, como hubiera podido identificarlo enseguida un entendido, un creyente, un predicador o alguien que se preocupara con cierta asiduidad del Libro Sagrado.
Lo malo es que en aquel lugar y en aquel recinto precisamente, muy pocos eran los que se preocupaban de tales cosas. Y, ciertamente, muchos menos aún hubiesen llegado a identificar el versículo al pie de un mausoleo que correspondía a las palabras de san Mateo: un bello ángel de mármol, sobre pedestal de piedra, a tamaño natural o poco mayor que el de un hombre de carne y hueso.

lunes, 23 de mayo de 2011

A gatillo limpio

A gatillo limpio

Un hombre y una mujer jóvenes que pudieron haber sido algo en la vida, pero que se habían quedado poco menos que nada, estaba ocurriéndoles algo muy chocante hallándose a muchas millas de distancia el uno del otro. No se conocían, pero no tardarían en conocerse en circunstancias muy dramáticas.
El hombre, Spen Lentz, en Develan, cerró los ojos al verse ante el espejo de la barbería donde le estaban afeitando. Cada vez que se sentaba en una barbería hacía lo mismo, simulando quedar dormido.
Spen no conocía nada tan desagradable ni insubstancial como la palabrería de los barberos. Se sabía de memoria todos estos comienzos de conversaciones de los barberos que conocía.

Tumba india

Tumba india

El hombre que estaba sentado cerca del borde del camino, con las piernas cruzadas y un rifle sobre las rodillas, achicó de pronto los ojos, fija su mirada en la lejanía, allá donde si iba alzando una nube de polvo, grande y densa, acercándose.
Estuvo así unos segundos y luego volvió la cabeza.
-¡Eh, Trotter! -llamó.
Los cuatro hombres que estaban tumbados tras él, entre las rocas, se incorporaron a la vez y se miraron. Pero sólo uno de ellos se puso en pie y se acercó vivamente. Miró hacia donde señalaba el otro, hacia la densa nube de polvo.

Más rápido es el Colt

Más rápido es el Colt

El jinete consultó el dinero que le quedaba, antes de entrar en el pueblo. No llegaba a ocho dólares.
Oprimió con sus rodillas al bruto que montaba, y éste siguió su camino sin prisa.
Hacía más de dos meses que no encontraba el menor rastro que la persona que buscaba y que escapó de su lado sin decirle nada, cuando se había encariñado con él.
Había sido su compañero por una temporada y nunca le había preguntado una sola palabra de su vida pasada, aunque ya conocía el Oeste lo suficiente como para saber que no quería referirse para nada a ella.
En cambio, él era locuaz. Habló de sus cosas que le llevaron a tantas millas de su tierra: Virginia.
Muchas veces, mientras cabalgaba en los tres años que rodaba por la tierra de que tanto oyera hablar cuando era muy jovencito, pensaba en los que había sido su vida anterior y la que llevaba.

La marca roja

La marca roja

La mesa puesta para los convidados a la boda. Pero la desgracia impidió que hubiera banquete. Poco después de la ceremonia moría el novio. La recién casada contemplaba el cadáver de su esposo sin poder dar crédito a lo que estaba viendo.
Con una entereza extraordinaria besó el cadáver caliente aún.
El doctor, que se abría paso entre los sorprendidos invitados, se inclinó hacia el joven y, al incorporarse, comentó:
-Hace tiempo le dije que debía cuidarse. Le envié a un especialista de la capital y no me hizo caso. Le ha matado la emoción del acto que se ha celebrado. Su corazón no lo ha resistido.

Jinetes enlutados

Jinetes enlutados

-¡Eh, tú! Ten un poco más de cuidado.
-No te asustes, preciosa. Es polvo nada más lo que se desprende de mis ropas.
-Has podido sacudirte en la calle. ¡No se puede respirar a tu lado!
El grupo de mineros que entraba en el saloon en ese momento reía con fuerza.
Y empujaron al compañero con quien la muchacha protestaba hacia ella.
Una gran nube de polvo se desprendió en aquel rápido movimiento.
-¡Esto no hay quien lo soporte! -exclamó la muchacha, echando a correr hacia el interior del local.
Edgar Harris, el propietario del establecimiento, dijo a uno de sus hombres de confianza: -Acércate a ver qué le ha ocurrido a Diana. Ordénala que continúe en la puerta. Avísame cuando llegue tu amigo Jack. Es la persona que más estoy necesitando en mi negocio.

Frontera de Alaska

Frontera de Alaska

La factoría de York, que años antes era la única vivienda, era en realidad, en la época que nos ocupa, un pueblo pequeño aún, pero pueblo al fin. Cerca de los muelles, entre los bosques de abedules, abetos y pinos, muchas canoas, de corteza de abedul la mayoría, hablaban de otros tantos propietarios o familias.
Por habérseles ocurrido a los que construyeron los almacenes de la factoría hacer paralelos los edificios, todas los siguientes construcciones siguieron la misma dirección, a uno y a otro lado de la calle, por lo que resultaron tan rectas y tan iguales las edificaciones, que más parecían de juguete que de realidad.
El viento huracanado del Norte lanzaba contra los edificios, con intensidad creciente, copos de nieve, que, helados, sonaban en los cristales del saloon de Mack Tomkins, semidesierto, cual sinfonía desagradable.

Una sombra en el camino

Una sombra en el camino

El silbido del tren expreso de la línea Texas-Pacífico animó a Wade Holden a atreverse a exponer un argumento más contra el improvisado ataque y robo que su jefe había proyectado. En pie, en medio de la oscuridad de la noche, bajo los árboles, con el rostro húmedo por la niebla, mientras los caballos se cubrían de espuma, Wade pensó rápidamente y comprobó el peligro que revestía el hablar mal de los hombres a quienes Simm Bell había escogido como compañeros para la realización de un acto de bandidaje.
-Escucha, Simm -murmuró Wade junto al oído del sombrío y delgado proscrito que se hallaba junto a él- Es demasiado repentino este ataque. Tenemos ya preparado por completo el otro atraco: el del Banco.

Una mujer indomable

Una mujer indomable

El general Crook y su regimiento de la División Occidental del ejército de los Estados Unidos estaban abriendo una carretera a través del bosque que había junto al borde de la Mesa Mongolia, sobre la cuenca del Tonto. Llevaban cautivos a muchos indios apaches, guerreros, mujeres y niños, a quienes conducían para ser puestos bajo guardia en los terrenos destinados a los indios.
Al llegar la hora del crepúsculo acamparon en la cabeza de uno de los desfiladeros que nacían al pie del borde de la meseta. Era un terreno ovalado que semejaba un parque en el que había abundancia de hierba plateada, regada por un arroyo cristalino que se retorcía entre los gigantescos pinos. La ruidosa llegada de los soldados con sus caballos y mulas de carga, puso en fuga a una manada de ciervos que trotó a lo largo del desfiladero y se detuvo en ocasiones, con las largas orejas erizadas, para mirar hacia atrás.

Todos para uno...

Todos para uno...

El caballo de Laramie empezó a renquear; y puesto que Wingfoot era el único ser vivo a quien quería Laramie, se detuvo a mediodía sin pensar en sus propias necesidades.
La larga jornada del día anterior, realizada con el fin de interponer un centenar de millas entre sí y cierto rancho en el que la costumbre de recurrir a la utilización del revólver tan pronto como se le hacía la menor provocación, le valió una repulsa general, había agravado la torcedura de un tendón del caballo. Laramie se deslizó de la silla al suelo.

Sombreros gemelos

Sombreros gemelos

El sol, dorado y rojo, pendía sobre los escarpados riscos en forma de sierra y cubiertos de nieve de las cumbres de las Rocosas del Colorado. En un montículo situado al otro lado del río Purgatorio, enrojecido por el sol, se hallaba en grupos de indios, que estaban sentados sobre sus caballos mesteños y observaban el lento y serpenteante avance de un tren que ascendía al pie de las montañas. Cinco años habían transcurrido desde que el primer camino de hierro y el primer demonio de humo comenzaron a cruzar aquel lugar, procedentes de Kansas y en dirección a los declives del Colorado; y todavía los indios los observaban y se sorprendían, dudosos acerca del porvenir, temerosos del repiqueteante monstruo silbador sobre las ruedas que podía significar una sentencia de muerte para los hombres de piel roja. ¿No habían visto como un tren tras otro, todos cargados de pieles de búfalo, cruzaban, rodeados de vapor y humo, aquellas tierras en dirección a las llanuras?

Sendas en la arena

Sendas en la arena

El cañón con sus centelleantes paredes, oscuras como el ébano en el lado de las sombras, doradas donde abrasaba el sol del desierto, concedía algún alivio al calor, si no de la vista del infernal e ilimitado arenal... Arenas que se levantaban con el viento, formando nubes que se hinchaban como olas en un mar plateado, con una sucesión de dunas hermosas, místicas, que apuntaban a las frías alturas azules.... escalera de arena, traidora y atrayentes.
Ruth Larey se acomodó en su asiento del coche y apartó la vista de la entrada del cañón, a través de la cual el desierto parecía burlarse de ella.

Río Perdido

Río Perdido

Benjamín Ide dió el nombre de Río Perdido a aquella solitaria corriente, porque parecíase un poco a su propia vida.
Pertenecía Benjamín a una buena familia y había estado en el colegio superior hasta la edad de dieciséis años, mas, desde la época en que dió rienda suelta a su pasión por los grandes espacios abiertos y por la raza de caballos salvajes, su porvenir parecía tan inseguro y problemático con el curso del Río Perdido. Éste tenía sus fuentes en el lago Claro, una gran superficie de agua en medio de las montañas Sage, el noroeste de California. Empezaba el río muy bien en sus fuentes al pie de las maravillosas montañas de cimas redondas, y fluía mansamente durante algunas millas; mas de pronto se convertía en el río loco, como lo llamaban los indios.

jueves, 19 de mayo de 2011

Prendida en sus propias redes

Prendida en sus propias redes

Lucy Watson abandonaba su casa con profundo pesar. Durante largo rato contempló con los ojos anegados en llanto aquel hogar desierto. Sin embargo, aquella tristeza, más que por las circunstancias presentes, procedía de sucesos pasados; el recuerdo de los tiempos en que vivía su madre y la fuga de su hermana menor con un cowboy... ¡La fuga de Clara había sido el último golpe!
A la muerte de su madre, Lucy permaneció en casa con la esperanza de que podría evitar que su hermana siguiese el camino de sus familiares. Desde niña, cuando todavía iba al colegio, habíase sentido hondamente acongojada por ser la hija del dueño de un saloon; y ante semejante oprobio, habíase forjado el ideal de elevarse por encima de aquella situación vergonzosa en que la colocaron las circunstancias desde su nacimiento.

Odio de razas

Odio de razas

Nophaie llevó su rebaño de cabras a las estribaciones del desierto, cubiertas de salvia, a la hora del amanecer. El aire abrileño era frío y penetrante y estaba cargado de la fragancia húmeda de las tierras altas. Traddy y Tinny, los perros del pastor, tenían una mirada vigilante y un ladrido de aviso para las reses que se separaban del rebaño. Las formas grises de los lobos y los leonados gatos silvestres se movían como sombras a través de la vegetación.
Nophaie se dirigió hacia el oeste, donde, sobre un muro pétreo, grande y accidentado, el cielo rosado adquiría una tonalidad de oro y desde donde parecía a punto de derramarse la gloria de un esplendor de luz. Nophaie tenía la costumbre instintiva de permanecer quieto durante unos instantes, vigilando y esperando sin cesar. Las puertas de todos los hogares de su aldea se abrían al sol naciente. Tales gentes adoraban el sol, los elementos y la Naturaleza.

Nevada

Nevada

Nevada volvió la cabeza cuando su caballo, sintiendo el acicate de las espuelas, se lanzó al camino. Vio los tres hombres que yacían en el suelo y el azulino humo de sus disparos que flotaba en el aire, dispersándose. El rostro de Benjamín Ide estaba blanco y convulso.
-¡Adiós, amigo! -exlamó por segunda vez con voz estentórea, y, poniéndose de pie en los estribos, agitó el sombrero. Así creyó despedirse para siempre de aquel amigo que un día le salvara, socorriéndole y amparándole, y al que amaba más que a un hermano.
Después prestó atención al camino amarillento por el que avanzaba rauda su montura, y tornó a sentirse invadido por  una emoción descorazonadora.

Los jinetes de la pradera roja

Los jinetes de la pradera roja

Las metálicas pisadas de un caballo herrado que se alejaba iban amortiguándose poco a poco, y una nube de polvo amarillento elevóse de entre los álamos, extendiéndose sobre la pradera.
Juana Withersteen contempló con vaga y soñadora mirada la ancha vertiente que se extendía ante ella. Un jinete que acababa de visitarla, y el mensaje que le transmitió, eran la causa de su tristeza. Muy pensativa, esperaba la llegada de los dignatarios de la Iglesia, que venían para discutirle el derecho a tener amistad con un gentil.
Preguntábase Juana si el desasosiego y la rivalidad que se advertían durante aquellos últimos tiempos en el pequeño pueblo de Cottonwoods iban a envolverla a ella también.

Los caminantes del desierto

Los caminantes del desierto

Adan Larey contempló con mirada dura y sorprendida la silenciosa corriente del río de bermejas aguas por el que pensaba dirigirse al desierto.
El río Colorado no inspiraba seguridad ni confianza. Con fuerza silenciosa rebasaba sus bancos de arena como si pretendiera engullirlos; fangos y espeso, deslizábase con mil revueltas y enorme caudal desde el Estado de Arizona hasta la costa de California. Majestuos y rutilante bajo el cálido cielo, dejaba las márgenes verdes de álamos y sauces para dirigirse al Sur, hacia la desnuda y abrupta antiplanicie, hacia las rojas rampas del ignorado y tenebroso desierto.

Los caballeros de la llanura

Los caballeros de la llanura

El coronel Lee Ripple se hallaba sentado en el pórtico de su casa ranchera, situada en la zona oriental de Nuevo Méjico, frente al famoso paisaje en forma de abanico que se extendía entre las grandes escarpas pobladas de árboles, que se asomaban sobre las planicies verdes y grises y la ancha y ondulante llanura anterior, a través de la cual el Camino Viejo seguía el curso brillante del Cimarrón, hacia la purpúres lejanía.
Era el paisaje más hermoso de todo Nuevo Méjico; y los tristes ojos azules del señor de tantas tierras y ganado lo observaron reposadamente antes de volverse en dirección al Oeste, donde el resplandor de la campiña abierta se ofrecía a su vista. Un millón de acres corrían y ondulaban a los lados de las pendientes plateadas, que a su vez, se elevaban en dirección a las montañas de negra base y nevadas cumbres.

Lluvia de oro

Lluvia de oro

Un rostro alucinaba a Cameron. Un rostro de mujer. En las vacilantes llamas de la hoguera de su campamento, en las sombras que esas misma llamas no conseguían disipar, en la impenetrable lobreguez más lejana, lo veía claramente, implacable, acusador...
Aquel momento en que la solitaria noche caía sobre el desierto con su silencio de muerte, era para Cameron como el de un conjuro a cuyo mandato acudían en tropel los recuerdos, las visiones de un hogar, allá en Peoria, de una mujer agraviada y perdida, por la que sentía nacer un amor cuando ya era tarde. Era un buscador de oro enamorado de la triste y montañosa inmensidad, porque ansiaba estar solo con sus recuerdos.

martes, 17 de mayo de 2011

La voz de la cañada

La voz de la cañada

¿Qué sutil y extraño mensaje llegó hasta ella desde el Oeste? Carley Burch dejó la carta sobre su regazo y ella miró soñadoramente a través de la ventana.
Era un día típico de principios de abril en Nueva York, frío, gris y de acerado sol. Flotaba en el aire algo primaveral y, sin embargo, las mujeres que pasaban por la calle número 57, llevaban pieles y abrigos. Oyó el lejano ruido un tren, y a continuación el zumbido de un automóvil. En los intervalos silenciosos se percibía de vez en cuando el sonido de una gaita.

La última senda

La última senda

El crepúsculo de cierto día de verano, hace de eso muchos años, cubría de suaves sombras el desierto valle del Ohio, causando intensa ansiedad a un viajero que seguía el solitario camino a lo largo del río. Había esperado llegar aquella noche al Fuerte Henry con sus compañeros, terminando de esa manera su largo, duro y peligroso viaje por las comarcas desiertas; pero el crepúsculo, que rápidamente se extendía sobre la tierra, impuso la necesidad de interrumpir la marcha. El estrecho camino, flanqueado por el bosque, ya difícil de seguir en pleno día, llevaba aparentemente a unos oscuros pasos sin salida. Su guía habíale abandonado aquella mañana, con la excusa de que sus servicios ya no eran necesarios, su carrera era de nuevo en la frontera, y en conjunto la situación le producía vivas inquietudes.

La Montaña del Trueno

La Montaña del Trueno

Una cálida lluvia primaveral derretía las profundas nieves de la montaña llamada de Dientes de Sierra, y la corriente de agua rebasaba el lecho del río Salmón.
La corriente obligó a huir a una colonia de castores, uno de los cuales, quedó rezagada de los demás, y se perdió. La castora llegó finalmente a un estrecho valle en el que la corriente se extendía sobre la amplia extensión rocosa en la cual brotaban algunos pinos aislados, álamos y sauces.

La legión de la frontera

La legión de la frontera

Juana Randle detuvo su caballo en la cresta de la colina cubierta de cedros y contempló, sintiendo que el miedo y los remordimientos empezaban a oprimir su corazón, el agreste paisaje que tenía delante.
-Jim no me engañaba -murmuró-. Decía lo que sentía y en realidad se dirije a la frontera. ¿Por qué le provocaría yo, Dios mío?
Era en verdad un lugar selvático aquella frontera al sur de Idaho, y aquel año sería testigo de la invasión más salvaje de que haya memoria en el Oeste. El alud de los buscadores de oro había inundado California de una horda de hombres sin ley, y los ricos filones hallados en Idaho habían traído algunas ondas de aquella sombría marejada de humanidad. Extraños relatos de sangre y oro se extendían por los campos, y los buscadores y los cazadores se encontraban con muchos hombres de procedencia desconocida.

La heroína de Fort Henry

La heroína de Fort Henry

En un apacible rincón de la pequeña ciudad de Wheeling, del oeste de Virginia, hay un monumento que lleva la siguiente inscripción: "A la memoria del sitio de Fuerte Henry, del día 11 de septiembre de 1782, último combate de la Revolución Americana, las autoriadades del Estado del Oeste de Virginia".
Si no hubiese sido por el heroísmo de una muchacha no existiría la referida inscripción ni la misma ciudad de Wheeling.

La herencia del desierto

La herencia del desierto

-Pero este hombre está casi muerto.
Estas pocas palabras estimularon el desfalleciente espíritu de John Haré, volviéndole a la vida. Abrió los ojos. El desierto extendía ante su vista aquella desoladora inmensidad que le había subyugado con su vasta extensión de engañadora púrpura. Junto al caído se agrupaban unos cuantos hombres de aspecto sombrío.
-Déjelo aquí -dijo uno de ellos dirigiéndose a un gigante de encanecida barba-. A este individuo lo han mandado al sur de Utah para espiar a los ladrones de ganado. Le falta poco para morir. Los bandidos de Dene andan detrás de él. No se entrometa en los asuntos de Dene.

La fuerza de la sangre

La fuerza de la sangre

Tal vez les parecerá a ustedes raro que entre todas las historias que oí referir en Río Grande escoja, en primer lugar, la de Buck, pistolero y proscrito.
Mas la verdad es que la que me refirió el guardia rural Coffee del último de los Duane surge siempre de tal modo en mi memoria que, dando rienda suelta a la imaginación, la he vuelto a contar a mi modo. Está relacionada con la antigua ley y las antiguas luchas fronterizas, merece, por consiguiente, la primacía. Es muy posible que tenga en breve el placer de escribir un libro acerca de la vida fronteriza de nuestros tiempos, que, según dice sentenciosamente Joe Sitter, "es tan mala y tan salvaje como siempre".

La estampida

La estampida

Los vientos otoñales hacía largo tiempo que habían mecido la hierba en el valle de las tierras altas y el aliento del Norte matizó los árboles que bordeaban el ondulante cauce del río, los purpúreos y dorados tonos llameaban, magníficos, a la luz del sol matinal.
Los pájaros y los animales de aquella abierta tierra del Norte, impulsados por el instinto, emprendían el camino del Sur. El graznido de los patos silvestres resonaba en aquellas soledades y pasaban con frecuencia las rápidas bandadas de aquellos heraldos del invierno, cuyas siluetas se recortaban, claras y precisas, sobre el azul del cielo.

lunes, 16 de mayo de 2011

La cerca trágica

La cerca trágica

Molly Dunn se sentó esperando en el ruinoso porche del almacén de Enoch Summers, en la aldea de West Fork. Por una vez la muchacha no se dio cuenta de que se le acercaba el alto y delgado leñador que, como de costumbre, estaba allí haraganeando y pasando el tiempo. Molly tenía dieciséis años y estaba en vísperas de una gran aventura. Había sido invitada a ir a Flagerstown, con los See. La muchacha había estado allí una vez hacía varios años, y desde entonces el recuerdo persistía claramente en su memoria. Ahora llevaba en el bolsillo el dinero necesario para comprarse medias y zapatos nuevos que compensaran en parte su actitud de este momento en que se veìa obligada a esconder los pies debajo del banco. Por suerte llevaba su traje y su sombrero nuevos, y aunque no completamente satisfecha con su indumentaria, tampoco se sentía avergonzada.

La caravana perdida

La caravana perdida

La banda de forajidos y salvajes de Latch se escondió en el desfiladero de Spider Wehb, en espera de los exploradores kiowas que habían salido para adquirir noticias de las caravanas que se acercaban.
Era una noche de verano. El desfiladero de Tela de Araña estaba situado en la primera cadena de montañas que se elevaban desde las grandes llanuras. Aquel lugar constituía el refugio en que se ocultó Satana, un fiero y sanguinario jefe de los kiowas. Satana y Latch habían formado una sociedad como consecuencia de la extraña relación que entre ellos se estableció cuando atacaron conjunta y accidentalmente una misma caravana.

Huracán

Huracán

Motivos le sobraban a Lucía Bostil para que el panorama que la rodeaba despertase en su corazón diversas emociones. Por una parte sentía un dulce agradecimiento por la plenitud de vida que gozaba en el Vado de Bostil, y por otra, experimentaba, al mismo tiempo, una invencible nostalgia que le hacía imposible la dicha completa. Era esta sensación una vaga soledad espiritual, un amago de temores ante el extraño atractivo que, de una manera grata y desconocida, ejercía en ella el misterio del porvenir.

Hasta el último hombre

Hasta el último hombre

Tras un día de incesante cabalgar ladera arriba, a través de un terreno árido, polvoriento y abrupto, Juan Isbel se apeó de su caballo para acampar en la linde de un bosque de cedros junto a un barranco roqueño rodeado de sauces y álamos, donde estaba seguro de hallar agua y hierba.
Las bestias estaban cansinas, sobre todo la acémila, que había llevado pesada carga, y con un relincho tumbáronse al suelo para revolcarse en el polvo. El mismo Juan experimentó cierto alivio al quirarse los zahones. No estaba acostumbrado a las jornadas calurosas, deslumbrantes y polvorientas de la región del desierto. Se echó cuan largo era junto al diminuto arroyo de agua cristalina y bebió para calmar la ardiente sed que sentía. El agua era fresca, mas tenía un gusto ácido, un sabor amargo, alcalino, que le repugnaba. Desde que saliera del  Estado de Oregón no había gustado agua fresca, clara y dulce, y lo echaba de menos, lo mismo que añoraba los majestuosos y umbríos bosques que tanto llegara a amar. Aquella selvática e interminable Arizona parecía más adecuada para provocar el odio.

Guarida de ladrones

Guarida de ladrones

En una tarde de primavera,, en el año 1877, un solitario jinete avanzaba por las desiertas laderas que conducen al vado del Río Verde.
Era un joven respecto a los años, pero su rostro tenía la dureza y sus ojos la mirada de águila que la experiencia suele dar a la edad madura en aquellas salvajes tierras. Montaba un soberbio caballo bayo, cubierto de polvo, rendido por lo prolongado de la jornada y un tanto cojo. El jinete debía de tener considerable peso, a juzgar por su alta estatura y el amplio desarrollo de sus hombros, a lo que se ha de añadir la silla, y el rifle y un voluminoso petate. De vez en cuando el joven miraba por encima del hombro a la grandiosa pared de granito parecida a un colosal estante de libros con las hojas a medio abrir. Llegó por fin a una carretera; pronto descubrieron sus ojos la linde de un bosque de algodoneros, y el reflejo de las cenagosas aguas del río, que habían logrado abrirse paso a través de la gigantesca muralla de piedra.

Espíritu de conquista

Espíritu de conquista

Era un día de verano del año 1861 cuando subí a una diligencia que se dirigía a Omaha, Nebraska; me encontraba al fin de mis recursos.
Volví a guardarme en el bolsillo el recorte del periódico que me había inspirado cuando más lo necesitaba. A los veinticuatro años de edad, todo cuanto intenté había fracasado lamentablemente. Tuve durante mucho tiempo dudas respecto a si podría haber en mí algo realmente valioso.

El valle de los caballos salvajes

El valle de los caballos salvajes

El Panhandle era una amplia extensión de tierra purpúrea, sin cercar y azotada por los vientos. Bill Smith, el ganadero, erigió en ella una choza y miró hacia el porvenir con ojos llenos de esperanza. Cierto día, cuando se hallaba arando tan lejos de su casa que apenas podía ver la casa -que había abandonado aquella mañana temerosamente a causa de un acontecimiento que esperaba sucediera-, observó que su esposa Margaret se dirigía hacia él a lo largo del borde del campo roturado. La mujer llevaba aquel día la comida a su marido, a pesar de las órdenes que éste le había dado en contra. Bill dejó las riendas del caballo sobre la manilla del arado y se acercó a su esposa, que se detuvo fatigada, y se sentó junto al límite de la tierra removida, oscura y fértil, y de la línea de hierba amarillenta. Bill se proponía regañar a su mujer por haberle llevado la comida, pero resultó que le llevaba algo más: ¡un hijo!

El rancho Majestad

El rancho Majestad

Lance Sidway se levantó de los escalones de piedra del Museo de Historia Natural y sonrió melancólicamente al pensar que aquélla era su tercera visita a dicha institución. Lo mismo que en sus dos visitas anteriores había ido de un lado a otro, a través de todas las salas, y examinando ejemplares de animales salvajes. Le gustaban los seres de cuatro patas, y aunque sentía cierta pena al contemplar a aquellos pobres e inanimados remedos de los que fueran hermosas y libres bestias, dueñas de la selva, experimentaba una sensación de paz y de reposo que no había sentido desde que dejara las vastas extensiones de su querido Oregón para dirigirse a Hollywwod.

El pastor de Guadalupe

El pastor de Guadalupe

El mar, allá fuera oscuro y ondulante, recordaba a Forrest la ondulación de los bosques de su amado Oeste, que pedía al cielo poder ver nuevamente antes de sucumbir a causa de los estragos de que la guerra le había hecho víctima en cuerpo y alma.
Se inclinó, apoyado contra la borda del gran barco, en un lugar oscuro a popa, donde proyectaban su sombra los botes salvavidas. Hacía dos noches que salió de Cherburgo y era la primera vez que subía a cubierta. El Atlántico, con sus lomas y sus olas, hubiese parecido, a no ser por su turbulencia, el desierto, que ondulaba hasta perderse en el desigual horizonte. El rugido del viento por entre las jarcias se asemejaba algo al silbido del viento al pasar entre los álamos de su país, sonido que había recordado incesantemente durante los largos años de su ausencia. Las negras hendiduras del mar encerraban el mismo misterio que vio y temió en las sombrías quebradas de las colinas.

El paso del sol poniente

El paso del sol poniente

El polvoriento tren transcontinental llegó a Wagontongue hacia las doce de un caluroso día de junio. La muerta estación volvió lentamente a la vida. Los mejicanos que estaban perezosamente sentados a la sombra del andén, no se movieron siquiera.
Trueman Rock bajó despacio del vagón, llevando el maletín en la mano, en tanto que en su rostro, moreno y flaco, aparecía una expresión de curiosidad e interés. Llevaba un traje a cuadros, algo ordinario, bastante arrugado, y un enorme sombrero gris que había prestado prolongado servicio. El modo de andar y su flexible cuerpo indicaban que aquel hombre era jinete de profesión. Una mirada atenta y perspicaz habría podido observar el bulto de un revólver que llevaba bajo la chaqueta, sobre la cadera izquierda.

El jinete misterioso

El jinete misterioso

El sol de septiembre, menos cálido, si no menos brillante, que el de los meses de julio y agosto, marchaba rápidamente hacia su ocaso tiñendo sus rojizos rayos las abruptas márgenes del Colorado. En las frondosas hondonadas comenzaba a concentrarse un denso vaho purpúreo. Surcaban el terreno tortuosas veredas que descendían desde las alturas hasta los valles, cruzando a trechos las oquedades iluminadas por el dorado sol otoñal, la cárdena hojarasca de las viñas cubría en gran parte las grises laderas de Peñas Blancas, montaña tachonada de rocas blancuzcas y coronada de picachos que en invierno resguardaban el valle de los vientos norteños.

El hombre del bosque

El hombre del bosque

Al ponerse el sol, la selva estaba solitaria. El mayor silencio reinaba en ella. Dulce perfume de abeto y flores campestres saturaba el aire. Todo era aúreo, colorado o verde. El único hombre que avanzaba entre los copudos árboles confundíase con ellos en medio de un reproche fantástico de colores.
Los últimos rayos del poniente teñían de arrebol la cima de Old Baldy, la más alta de todas las Montañas Blancas. A los pies de esta montaña, de unos tres mil metros de altura, se extendía, rodeada y aislada por desiertos de Arizona, una inmensa región de tupidos bosques y agrestes y frondosos montes, mansión de alces y ciervos, osos y pumas, lobos y zorras, domicilio y refugio de los apaches.

El espíritu de la frontera

El espíritu de la frontera

-Nelly, me estoy encariñando mucho con usted.
-Así debe ser, señor Joe, si al decirlo muchas veces lo convierte en verdad.
La muchacha hablaba con sencillez, desprovista del todo de su característica picardía.
Las travesuras, las sonrisas burlonas y pizpiretas y un dejo de coquetería habían parecido cosa natural en Nelly, pero aquel tono grave y aquella mirada casi triste desconcertaba a Joe.

El cuchillo fatídico

El cuchillo fatídico

Era una noche lluviosa de noviembre en pleno bosque. El viento gemía en los pinos y susurraba entre el follaje. Una lluvia menuda se cernía por entre las juntas del techo de troncos de la cabaña. Pero el alegre fuego de leños que ardía en la chimenea, daba al interior de la choza un aspecto casi confortable, y las llamas se reflejaban en los rostros de los hombres sentados alrededor de la lumbre. Una olla con café humeaba sobre las ascuas, y en un horno cuya puerta estaba abierta, se veían galletas muy tostadas ya. En el aire flotaba, con el humo, el olor suculento de la carne asada. Los hombres, sin embargo, estaban ahora fumando cigarros o en sus pipas; evidentemente acababan de cenar.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El camino de arco iris

El camino del arco iris

Shefford detuvo su cansado caballo y contempló con ojos de asombro el paisaje.
Ante él extendíase una ladera de artemisa que bajaba con suaves ondulaciones hacia Laguna Roja, un sauce seco, desnudo y rutilante, una especie de agujero abierto en el erial, una puerta solitaria y desolada en la vasta y abrupta región selvática, allente la antiplanicie.

El caballo salvaje

El caballo salvaje

El misterio y la inaccesible naturaleza de la Meseta del Caballo Cerril habían embargado más de una vez el ánimo de Chane Weymer en el curso de su solitaria vida desértica en Utah. No había caballista nómada que no supiese alguna extraña historia de la vasta antiplanicie. Pero Chane no había tenido nunca ocasión de contemplarla desde tan prominente altura como aquella a que Toddy Nokin, el pinte, le había conducido. Y la fascinación que sobre él ejercía de antiguo se veía extrañamente acrecentada por las palabras del indio.

El caballo de hierro

El caballo de hierro

A mediados del siglo pasado, arrancaba del amplio Missouri, turbulento y ocre entre sus verdeante márgenes, un camino que, siguiendo sus meandros, se internaba por millas y más millas en las hermosas praderas de Nebraska, desviándose luego hacia el Oeste por las ondulantes llanuras, con sus cañadas, sus lomas, sus interminables hileras de álamos hasta una vasta región de más accidentado suelo, Wyoming, donde las manadas de búfalos se apacentaban, el lobo reinaba supremo y la fogata del trampero alzaba su azulina espiral sobre algún riachuelo.

Código del Oeste

Código del Oeste

De los muchos problemas que habían preocupado a Mary Stockwell durante los dos años que llevaba ejerciendo el magisterio en la escuela de la escasamente poblada Hoya del Tonto, en Arizona, éste último era el más intrincado y el que la afectaba más profundamente. Porque atañía a su hermanita, Georgiana May, quien iba en aquellos momentos camino de Arizona para curarse (según explicaba la carta, acabada de recibir, de la madre de ambas) de una leve propensión a la tuberculosis y de una gravísima tendencia a flirtear sin juicio ni miramiento alguno.