Lluvia de oro
Un rostro alucinaba a Cameron. Un rostro de mujer. En las vacilantes llamas de la hoguera de su campamento, en las sombras que esas misma llamas no conseguían disipar, en la impenetrable lobreguez más lejana, lo veía claramente, implacable, acusador...
Aquel momento en que la solitaria noche caía sobre el desierto con su silencio de muerte, era para Cameron como el de un conjuro a cuyo mandato acudían en tropel los recuerdos, las visiones de un hogar, allá en Peoria, de una mujer agraviada y perdida, por la que sentía nacer un amor cuando ya era tarde. Era un buscador de oro enamorado de la triste y montañosa inmensidad, porque ansiaba estar solo con sus recuerdos.
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