El pastor de Guadalupe
El mar, allá fuera oscuro y ondulante, recordaba a Forrest la ondulación de los bosques de su amado Oeste, que pedía al cielo poder ver nuevamente antes de sucumbir a causa de los estragos de que la guerra le había hecho víctima en cuerpo y alma.
Se inclinó, apoyado contra la borda del gran barco, en un lugar oscuro a popa, donde proyectaban su sombra los botes salvavidas. Hacía dos noches que salió de Cherburgo y era la primera vez que subía a cubierta. El Atlántico, con sus lomas y sus olas, hubiese parecido, a no ser por su turbulencia, el desierto, que ondulaba hasta perderse en el desigual horizonte. El rugido del viento por entre las jarcias se asemejaba algo al silbido del viento al pasar entre los álamos de su país, sonido que había recordado incesantemente durante los largos años de su ausencia. Las negras hendiduras del mar encerraban el mismo misterio que vio y temió en las sombrías quebradas de las colinas.
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