Hasta el último hombre
Tras un día de incesante cabalgar ladera arriba, a través de un terreno árido, polvoriento y abrupto, Juan Isbel se apeó de su caballo para acampar en la linde de un bosque de cedros junto a un barranco roqueño rodeado de sauces y álamos, donde estaba seguro de hallar agua y hierba.
Las bestias estaban cansinas, sobre todo la acémila, que había llevado pesada carga, y con un relincho tumbáronse al suelo para revolcarse en el polvo. El mismo Juan experimentó cierto alivio al quirarse los zahones. No estaba acostumbrado a las jornadas calurosas, deslumbrantes y polvorientas de la región del desierto. Se echó cuan largo era junto al diminuto arroyo de agua cristalina y bebió para calmar la ardiente sed que sentía. El agua era fresca, mas tenía un gusto ácido, un sabor amargo, alcalino, que le repugnaba. Desde que saliera del Estado de Oregón no había gustado agua fresca, clara y dulce, y lo echaba de menos, lo mismo que añoraba los majestuosos y umbríos bosques que tanto llegara a amar. Aquella selvática e interminable Arizona parecía más adecuada para provocar el odio.
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