martes, 19 de abril de 2016

Silver Kane

Vendo cadáver en buen uso

El hombre entró en el saloon.
Era un joven de aspecto atractivo y, desde luego, había motivos para que las mujeres se fijasen en él. Además vestía con elegancia y con esa distinción de los que pueden permitírselo todo.
Pero, si se le miraba bien, saltaban a la vista una serie de detalles desagradables. Por ejemplo su expresión achulada, que parecía estar perdonando la vida continuamente a los que miraba. Por ejemplo su revólver con cachas de oro en la culata, que eran una pura exhibición. Por ejemplo la brusquedad con que ordenaba las cosas más corrientes, como si todos fueran sus criados.

Silver Kane

Una fosa pagada a plazos

Chester hizo una leve mueca mientras que sus facciones que, parecían talladas en piedra, se marcaban más duras que nunca bajo la luz plomiza de la lámpara. Luego dejó que sus manos descansaran sobre el tapete verde y mostró las cartas mientras decía:
-Póker de ases.
Todo el mundo quedó en silencio.
La apuesta que estaba sobre el tapete era fuerte: quinientos dólares. En toda la tarde no se había producido ninguna tan alta como aquélla.

Silver Kane

Una fianza de diez mil dólares

La diligencia estaba llegando a Cumberland Oaks, en las tierras altas de Arizona. El mayoral gritó:
-Señores... ¡descansamos una horaaa...!
Los "señores" se empezaron a despertar en el interior del vehículo. Eran una pandilla de indeseables, de piojosos y de truhanes, por lo cual eso de oírse tratar como unos caballeros les impresionó de verdad. El que estaba junto a la ventanilla se frotó los ojos, miró el paisaje y gruñó:
-Eh, chicos, mirad... Es un sitio estupendo, con hotel, comedores y bar por todo lo alto. A lo mejor hay hasta tías.

Silver Kane

Tragedia en Tuba-City

Los cinco hombres habían dejado atrás el Monte Navajo, en el norte de Arizona, con su mole de diez mil cuatrocientos pies de altura.
Para llegar hasta allí habían seguido el Gran Canyon, en el que se encajonaba el río Colorado, que en aquella zona es tempestuoso, áspero y rugiente.
El sol pegaba fuerte.

Silver Kane

Seis hombres van a morir

El cartel indicador había sido arrancado y quemado en parte, pero se leía lo que dijo hasta horas antes:
Nuevo México
Acababa, en efecto, de cruzar la frontera. Claro que de no ser por aquel cartel no lo hubiera notado, ya que atrás dejaba polvo, sudor y sed, y delante, por lo que se veía, sólo iba a encontrar sed, sudor y polvo.
Pero espoleó su caballo y siguió adelante.

Silver Kane

Pueblo negro

Richard Caster examinó su revólver.
-¿A veinte pasos?
-No tengo inconveniente. A veinte pasos.
Los dos rivales se miraron a los ojos antes de separarse. Richard era más alto que Ramsay, pero éste le aventajaba en corpulencia. Y tenía, sobre todo, un brillo más peligroso en los ojos.
-Si me matas habrás terminado tu misión, Richard. Y los capitostes de Washington te darán una banda azul para adornar tu pecho.

Silver Kane

Los muertos me caen simpáticos

El alcaide de la prisión de Cannon Bay hizo una seña muy discreta, una de esas señas que nadie parece ver.
Pero el verdugo la captó. Le dijo con suavidad al condenado:
-Bueno, muchacho, esto aún tardará un poquito. Tienes tiempo para rezar...
Y en aquel momento, mientras hablaba, movió la palanca que hacía funcionar la trampilla.

Silver Kane

La sangre de los valientes

El hombre se puso en pie y dijo:
-Judith Lauren está usted libre.
La mujer se estremeció. Cerró los ojos un momento.
Al abrirlos vio de nuevo aquella habitación en la que tal vez no volvería a entrar nunca más. Vio de nuevo las dos grandes ventanas enrejadas que proyectaban luz sobre la mesa. Docenas de expedientes estaban agitados a ambos lados de ésta, y tus papeles amarillentos causaban una sensación de tristeza que llegaba como la punta de un cuchillo hasta lo más profundo del alma.

Silver Kane

La ciudad que no existía

El primero de los jinetes señaló hacia lo alto de la colina.
-Allí -murmuró.
Picó espuelas y los otros tres jinetes siguieron tras él.
Eran cuatro hombres cubiertos de polvo, con barba de varios días. Llevaban cada uno de ellos un revólver al cinto y un rifle en la silla.

Silver Kane

La asesina más guapa del mundo

El hombre que estaba apoyado tras la ventana dijo tranquilamente:
-Ahora.
Otros dos hombres se movieron entonces. Habían estado hasta aquel momento en el interior de la habitación, pero de pronto aparecieron también en la ventana con los revólveres a punto. Lo que vieron les hizo lanzar un gruñido de satisfacción.
Nunca hubieran imaginado que el blanco fuera tan fácil.

Silver Kane

¡Ha vuelto Killer!

Los dos hombres descendieron la colina llevando tras de sí un grupo de ocho magníficos caballos. Eran auténticos pura sangre escrupulosamente criados y entrenados, unos caballos que en cualquier mercado hubieran valido una pequeña fortuna.
Y en eso confiaban los dos hombres.
En obtener por ellos el fruto de dieciocho meses de sudores, empleados en convertirlos en los magníficos corceles que ahora marchaban tras sus pasos.

Silver Kane

Ha muerto una mujer

La mujer contempló los lentos y cadenciosos movimientos del pistolero. Andaba con la indolencia de los tejanos, y sus revólveres estaban adornados con plata, como ella había visto en Nuevo México y en algunos lugares de Arizona. Pero había algo en aquel hombre que indicaba que no era un tipo del Sur. Quizá sus cabellos más bien rubios, su boca demasiado enérgica o sus ojos demasiado grises. Gizel no hubiera sabido decirlo, pero el caso es que se le quedó mirando, y siguióle con los ojos hasta que el desconocido se perdió entre los grupos que ocupaban la extensa llanura.

Silver Kane

El último de los Sutter

El hombre saltó a tierra, desde la silla de su caballo, al alcanzar el viejo edificio pintado de blanco en la calle principal de Batton Plain. Eraun hotel de mala nota, uno de esos sitios donde los hombres honrados no suelen entrar y ante los cuales las viejas se persignan.
Aquel hombre era joven, decidido y fuerte. Iba muy bien vestido, magníficamente armado y tenía en los labios una leve mueca despectiva.


Silver Kane

El demonio en la frente

La lancha había cortado gases al motor, y ahora giraba lentamente, dejándose arrastrar por las aguas turbias del Sena. Estaba a la algura del Quai de  Conti, es decir cerca de Notre Dame. Se veía la isla de la Citè, así como la isla de San Luis, profusamente iluminadas. Se veían las luces de los restaurantes caros que hay por los alrededores, esos restaurantes donde a uno se le pueden ir en una cena todos los ingresos del mes. Se veían también las luces de los bares y de los bistrots donde quizás algunas mujeres bonitas aguardaban quietamente, cara a la noche. Se veían todas esas cosas han hecho de París una ciudad casi mágica, una ciudad sucia, densa, maloliente, y sin embargo maravillosa.

Meadow Castle

Yuma

Nadie en Arizona dice Yuma, sino ¡Yuma!, enfatizando mucho este nombre.
En todo el Oeste no se nombra ni una sola vez la palabra Yuma sin que la misma vaya acompañada del escalofrío general.
 Y sin embargo, no es la ciudad de Yuma en sí la que hace que su nombre sea pronunciado con temor.
Yuma es la quinta ciudad de Arizona en importancia y no es demasiado sobresaliente en ganadería (pese a todo, se dice que los caballos nacidos allí son de los mejores que se crían en el Oeste), ni en agricultura, ni en minería.

Meadow Castle

"Seis dedos", Chang

En Dickinson, año 1865...
-El sheriff está enfermo.
-Ya. Entonces, ¿quién es ese que lleva una estrella de sheriff en el chaleco?
-Es un sheriff interino enviado desde Fargo hasta que el viejo sheriff de Dickinson se reponga.
-Ya, ya, ya.
El forastero pareció pensarlo, siguió los pasos del sheriff interino, entrando en el saloon, tropezaron al parecer casualmente y el forastero le espetó, desabrido:
-¿Cree que un sheriff tiene derecho a derribar al primero que tropieza con él?

Marcial Lafuente Estefanía

¡Maldito forastero!

Laura y su madre, Claire, dormían en la misma habitación. Y nada más saltar de la cama, Laura fue hasta la ventana y frotando el cristal con la mano, miró al exterior.
-¿Qué tal? -preguntó la madre desde su cama.
-Sigue lo mismo. No ha debido dejar de nevar en toda la noche, hay varias pulgadas de espesor en el patio.
-¡Bonito clima...! -exclamó Claire.

Marcial Lafuente Estefanía

La ruleta de oro

Todos los vaqueros se disponían a ir al pueblo.
Era domingo, el día que ellos aparte de descansar de las tareas del rancho, podían divertirse en juegos, bebida y baile.
La dueña del rancho, desde la puerta de su vivienda contemplaba a los muchachos, que al montar a caballo saludaban con la mano a su patrona.


Marcial Lafuente Estefanía

Imitando al enemigo

El senador Mc Kee, sin duda alguna, era el hombre más querido, admirado y respetado de Cheyenne, la bulliciosa capital del territorio de Wyoming.
Querido, por su infinita bondad y sencillez. Admirado y respetado, porque nadie ignoraba los esfuerzos que realizaba para combatir y desenmascarar a quienes dirigían el juego y toda clase de vicios existentes en la ciudad.

Marcial Lafuente Estefanía

Estampidas humanas

En Sacramento, un grupo de elegantes, todos ellos propietarios de locales de diversión, irrumpieron en la ofician del sheriff, hablando entre ellos acaloradamente.
Una vez ante el sheriff, guardaron silencio, para dejar que uno hablase en nombre del grupo.
-¡Buenos días, sheriff!
El sheriff, contemplándolos, curioso dijo:
-¡Buenos días, señores! ¿Puedo saber a qué se debe el honor de esta visita y el motivo de la excitación que les domina?

Marcial Lafuente Estefanía

Camino de Wichita

El único vaquero, contratado como conductor por Bill Morley y su hija Ann, contra la voluntad de Bernard, que sería el jefe del equipo hasta llegar a Wichita, era contemplado con curiosidad por todos, mientras bebían invitados por el nuevo patrón.
Dick Sheridan, como dijo llamarse el joven y alto vaquero, al informarse por la conversación que sostenía Bill Morley con su jefe de equipo, de que la joven Ann los acompañaría hasta Wichita.

Larry Hutton

Justicia de cáñamo

Al apearse del tren, Mark Gee creyó haber llegado a un pueblo muerto, desierto. Un pueblo fantasma tan silencioso como un cementerio.
Perplejo, miró arriba y abajo del andén. No distinguió un solo ser humano en todo lo que alcanzaba la vista.
Ni siquiera empleados del ferrocarril.
Todo estaba perfectamente desierto.

Larry Hutton

Diligencia al más allá

-¡Por todos los diablos! -exclamó Steven Coster, dando un manotazo en el aire para espantar a la media docena de moscas que zumbaban alrededor de su calma-. ¡Es lo único que nos faltaba!
El guardián, con la sucia guerrera desabrochada a causa del calor, asintió en silencio.
El mal humor de su jefe estaba plenamente justificado.
-¿Cuándo llegará ese maldito entrometido? -preguntó Coster.
-Mañana, señor alcaide.

Curtis Garland

La dama del crimen

Tal como prometiese en su programa electoral camino de La Casa Blanca, Franklin Delano Roosevelt, apenas nombrado Presidente de los Estados Unidos (1933), lo primero que hizo fue abolir la tristemente famosa "Ley Seca", pero todos aquellos que se habían enriquecido gracias a ella, sin importarles derramar sangre, no estaban dispuestos a prescindir de los ingresos millonarios que les proporcionaban sus destilerías clandestinas. De esto nos habla Curtis Garland, en La dama del crimen con su habitual estilo, en el que baraja con la habilidad que le caracteriza tensión, violencia e intriga, elevadas a extremos insospechados. Los Intocables en un episodio arrancado de la vida real.

Curtis Garland

Boda de ultratumba

El disoluto millonario Desmond Doyle ha dilapidado su fortuna. Arruinado, abandonado por su novia, perseguido por multitud de acreedores y consciente, aunque tarde, de la descomposición moral en la que se ha sumido una vida de vicio, decide poner fin a su vida.

Burton Hare

El duque de la muerte negra

Las zonas pantanosas de Nueva Inglaterra, en los días que la niebla se eleva como un oscuro sudario, tiene reflejos irreales, misteriosos, en los que podría esperarse que aparecieran trasgos y brujas, monstruos y demonios como en las viejas leyendas medievales.
Son tierras apenas visitadas por algunos cazadores.
O por lo menos lo eran cuando aún se encontraba caza en ellas.

Sam Fletcher

La muerte llega al final

En Silver City, Nuevo México, no sólo imperaba la violencia.
Sus ciudadanos no desaprovechaban la ocasión de celebrar fiestas en el aspecto particular y oficial también.
Gente alegre la de Silver City, acostumbrada a oír los estampidos de las armas a cualquier hora del día o de la noche.
Corría el mes de junio de 1878. El día de San Antonio era muy celebrado en la ciudad, que crecía rápidamente. Cada vez había más gente en las calles y junto a la zona de edificaciones de madera proliferaban ya las construcciones de ladrillo con vistosos tejados rojos.

Richard Jackson

Desarmado

-¡Cuidado, amigo! Si dobla la esquina puede encontrarse con un buen balazo.
Peter Bunker no necesitaba advertencia. Los tiros habían comenzado tres minutos antes y el estrépito de la pelea se oía en todas las calles cercanas. Acudía, precisamente atraído por el ruido de las descargas.
-¿Qué ha pasado?
-Lo de siempre. Unos vaqueros que bebieron más de la cuenta y que luego decidieron resolver sus diferencias en plena calle y a balazo limpio.

Ray Lester

Un pistolero en la familia

-Los padres no tiene derecho a imponer un marido a sus hijas, como si estuviésemos en la Edad Media, Patty. Eso pasó de moda hace años, querida. Aquí, en San Luis, los derechos de la mujer empiezan a ser respetados. Ya se acabó aquello de que los padres nos buscaban marido desde el instante en que lanzábamos el primer berrido. Ahora sólo tienen el deber de deslomarse como burros para que nosotras podamos lucirnos y dedicarnos plenamente a la caza del hombre.

Peter Kapra

Emboscados

La puerta del despacho del coronel Darrick se abrió violentamente, sorprendiendo al soldado que montaba guardia ante ella.
-¡Soldado! -rugió el jefe del Fuerte Morgan-. ¡Conduzca al calabozo al teniente Cox!
Detrás del coronel, apareció el joven oficial, cuyo bien parecido rostro estaba descongestionado por la ira.
-¡Es usted un canalla, coronel Darrick! -masculló el teniente Cox, haciendo un gesto amenazador, como si quisiera golpear al coronel.

Mark Sten

El sabor de la venganza

Bajo el tórrido sol avanzaban los ocho hombres. El agua de la charca en que se habían zambullido poco antes siete de ellos, vestidos y con las botas puestas, se iban evaporando de sus cuerpos.
El único que cabalgaba lleno de polvo hasta las cejas y las pestañas era Rex Mulligan, el capataz. Él se reservaba para cuando llegaran a Paraíso; les faltaban ya pocos kilómetros.
Como surgidos del infierno, aparecieron en la llanura, envueltos en una nube de polvo. Se acercaron galopando y lanzando frenéticos gritos de guerra. Eran más de veinte.

Mac Gregor

Charcas malditas

La chica pone ojos de carnero tierno a medio morir.
-¿Volverás pronto, Pat?
-Sí.
-¿Me escribirás?
-Sí.
-¿Te cuidarás mucho?
-Sí.
-¿Me olvidarás?
-Sí.
-¿Eh?
Sus ojos no son ya de carnero, sino de toro dispuesto a embestir. Me doy cuenta de que he metido la pata y rectifico a toda velocidad.
-Perdona, Stella. Me he equivocado. Pero la verdad es que me estás sometiendo a un verdadero interrogatorio.

Kent Davis

Póker de sangre

El primer carruaje llegó al caer la noche justamente.
Era el primero de una serie de ellos que, brevemente, pararon ante el edificio de piedra con fachada porticada, al viejo estilo europeo, en pleno Barrio Latino de Nueva Orleans.
Cada uno de los coches depositó en tierra a un viajero. Y cada uno de ellos, escoltado por dos o tres hombres armados hasta los dientes, cruzaron la breve distancia hasta la puerta de acceso a la mansión, guardada asimismo por varios individuos provistos de rifle.

Fred Foreman

El tahúr

Inmutable. En su rostro era de todo punto imposible captar algo que pudiera servir como punto de apoyo en su suposición, aunque fuese aventurada.
Sus ojos negros eran siempre los mismos, sin que el brillo aumentase o disminuyera a lo largo de las horas. La misma suavidad de sus dedos con las cartas. La misma posición de sus entreabiertos labios, con los dientes sujetando, sin morder en ningún momento, el cigarro puro que parecía formar parte de su propia cara.

Frank Hunter

En medio del plomo

Thomas Jervis, inspector general de la "Texas Mining Corporation", se paseaba nervioso, de un lado para otro, dentro del cobertizo habilitado como oficinas.
Estaba de pésimo humor.
Había consumido uno de los gruesos cigarros que acostumbraba a fumar y aquel estúpido de superintendente no había llegado aún. Era lo único que le faltaba: tener esperar a un imbécil integral como Gertner...

Black Moran

La marca de Takoma

Jed Mannix se arrojó al suelo para evitar que los proyectiles se hundieran en su cuerpo.
Con el arma empuñada rodó sobre sí mismo, dejándose resbalar por el talud hasta quedar resguardado entre unas rocas.
Allí se inmovilizó durante unos segundos.
Confiaba en que sus perseguidores hubiesen perdido su pista pero apenas había pensado aquello cuando escuchó, sobre él, la voz del sheriff Deful:

Alex Simmons

Camino de orcas

Los ojos de Harold Henderson brillaban de orgullo.
Siguió con atención creciente el embarque de las reses y luego volvióse hacia su hijo, que estaba a su lado, y exclamó:
-¡Me da un poco de pena verlas marchar, Dan! ¿No te ocurre igual a ti?
-Sí, padre -repuso-. Casi las conozco a todas. Y, aunque te cause risa, es como si despidiera a alguien de la familia. Hemos vivido a su lado, las hemos visto crecer y desarrollarse, y hemos estado atentos a sus enfermedades, hemos vigilado su peso. ¿No es eso lo que quieres decir, padre?