Un granuja
Jack Benny no tuvo tiempo ni de calzarse las botas.
La cerradura de la puerta saltó hecha astillas por los pistoleros del enfurecido Albert Siegel, quien plantado en el dintel de la puerta miró a la mujer y al hombre y bramó, casi ahogado por la cólera:
-¡Puercos!
El encargado del Fiery-Saloon alzó la mano armada para nuevamente descargar el arma, cuando la dueña del edificio le fulminó con la mirada azul de sus ojos al ordenar, también con cólera:
-¡Quieto, Albert! ¡No te pago para que fiscalices mi vida!
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