jueves, 9 de julio de 2020

Fred Dennis

Furia oculta

Para la localidad de McNary era aquél un gran día. Las votaciones para la elección de "sheriff" habían resultado un éxito, siendo elegido por aplastante mayoría míster Walter C. Kyler.
En realidad apenas conocían a míster Walter C. Kyler. No hacía ni seis meses que había llegado al pueblo acompañado de su joven y hermosa esposa y su comportamiento en él resultaba tan oscuro y anodino como el de cualquier individuo.
Pero como se decía de él que... Y eso, y lo otro...

Fred Dennis

Kansas, ciudad de viudas

Eran doce hombres y ya llevaban seis horas acosando al bandido acorralado sin éxito, y lo que es peor: sin probabilidades de éxito. A los pies de los perseguidores se había formado una alfombra con los cartuchos gastados. La atmósfera olía a pólvora, la niebla, la humedad, la pésima condición climatológica, todo, contribuía a enrarecer aquel rincón con ruido, olores y humos.
El "sheriff" se desesperaba. Arrojó el sombrero al suelo en un arrebato de cólera y gritó:
-Vamos, Queen, no seas idiota y sal de ahí. Te tenemos acorralado.


Fred Dennis

Por una mujer

Ya hacía seis días que había sido detenido y su aspecto era mucho más desagradable que aquel primer día en que ya se antojó sumamente deplorable. Se había negado a afeitarse y lavarse, aunque no a comer y a beber, por esto a la suciedad que ya había traído consigo, se había añadido la acumulada durante los seis días de encierro en una celda de por sí no demasiado limpia. Comía con las manos y se las limpiaba en la camisa o en el pantalón, escupía continuamente al suelo casi a cada chupada de cigarrillo cuya colilla mascaba después con gran deleite. Cuando quería dormir rechazaba el jergón y se tumbaba en tierra, sobre los escupitajos.
Susanna le miraba con horror. Sin embargo, le miraba. La cautivaba como podía hacerlo un brujo, como lo haría una serpiente si ella fuese una liebre. Dicken Trafford, sin ser un hombre demasiado feo, poseía todo aquello que repele a las mujeres.

Meadow Castle

Raza de asesinos

-En Tyler no necesitamos gente como ustedes. Les doy cinco minutos para pagar, salir de aquí, montar a caballo y cabalgar hacia las afueras de la capital.
-Nosotros no hemos hecho nada malo. Pregunte, pregunte. ¡Vamos, pregunte a cualquiera de esos amigos con los cuales hemos jugado!
-Eso. Pregúnteles a ellos.
El sheriff de Tyler tenía un reloj muy grueso, muy grande de oro, pese a lo cual no lucía ninguna marca. Apenas se adelantaba un minuto al mes. Lo consultó y comenzó el descuento.
-Desde que he empezado a hablar han transcurrido veintiocho, veintinueve, treinta segundos.

Meadow Castle

Carey, el impasible

John y Mary -dos nombres vulgares en el Oeste de la Unión- eran un hombre y una mujer de aspecto agradable perfectamente normal.
John era rico e hijo de ricos, igual que Mary; y al casarse y unir sus fortunas, ambos fueron riquísimos, los ganaderos más ricos de... cierto lugar del Oeste.
-¿Prefieres un hijo o una hija, John? -le preguntó un día Mary a John.
Éste creyó volverse loco de alegría, al adivinar por la pregunta de su mujer y sobre todo, por tono de su acento, que estaban a punto de tener un hijo.


Ros M. Talbot

Lobos bajo llave

Aquel pueblo tenía el sugestivo nombre de Presidio.
Era un pueblo fronterizo.
Naturalmente, todos los pueblos que Carmelo Ramos conocía eran fronterizos. Se pasaba la vida entera yendo de un lado a otro del Río Grande -y quien dice de un lado para otro dice también de una a otra orilla-, jugando a las cartas y desplumando a todo el mundo.
Carmelo Ramos estaba considerado como el mejor jugador de póker de la frontera, el más joven, el más simpático, el más caradura y el que mayor cantidad de peleas organizaba siempre. La violencia parecía perseguirlo como su sombra. Una violencia que no mataba a nadie, pero que siempre dejaba destrozado un establecimiento público. Carmelo, con la mejor de sus sonrisas, pagaba los destrozos, se despedía muy cortésmente y se marchaba a otro "saloon" a empezar una nueva partida.

Mortimer Cody

Venganza a fuego

Bidlake se impacientaba.
Hacía una hora larga que él y sus hombres acosaban a Gaskell, quien, con su potente "Sharps" y su endiablada puntería, le había causado ya dos bajas. Y eso contando que el campo visual de Gakell era muy reducido, puesto que su rifle tan sólo tenía juego por una pequeña arpillera que, desde su cabaña de adobes, dominaba la parte frontera de aquella.

Alar Benet

El camino del infierno

En alto el sable, Bill Johnson, junto a una de las piezas artilleras que hacían fuego contra un destacamento del Norte, terminó de rechazar, con los pocos hombres a sus órdenes, al grupo de enemigos que, a la desesperada, intentaban apoderarse del cañón.
Por las sienes del cabo se deslizaban gruesas gotas de sudor. El uniforme roto, sucio de sangre, evidenciaba la dureza de la lucha. Era la cuarta vez que peleaba cuerpo a cuerpo en apenas media hora.

Albert Rosbund

¡Ha vuelto Johnny!

La estación de Abilene parecía un hervidero.
Sólo presentaba tal aspecto a la llegada del tren del Norte. Era entonces cuando todas las corralizas, desde unos días atrás, conforme llegaban las manadas, iban llenándose de ganado gordo y rugiente, propiedad en su mayor parte de los rancheros tejanos del sur del Estado.
Unos lo traían personalmente, ayudados por sus cow boys o por expertos conductores especialmente contratados para ello; otros, de poca entidad, como no les era rentable el viaje a Abilene, vendían a intermediarios que se encargaban de transportar el ganado allí. Los representantes de los mataderos del Este compraban tanto a unos como a otros, y la ciudad, con sus disputadas subastas, cobraba una vibrante vida.

Albert Rosbund

Amargo sabor de triunfo

-Esto se acabó, Potts.
Elmer Potts miró lenta y largamente al hombre que le había dirigido la palabra. Era un joven de veinticinco años, alto y espigado, de fuerte contextura física. Poseía un rostro de facciones angulosas, en el que destacaban unos ojos grises, acerados, y una mandíbula recia, con una hendidura en el mentón. Sus cabellos eran negros y su piel muy morena. La forma en que llevaba el revólver, excesivamente bajo, con mucha soltura, hablaba de un hombre consumado con las armas. Y lo era. En Abilene ya había dado muestras de ello, y se le conocía con el nombre de "Pistol" Baxter.
-No sabes lo que estás diciendo -le replicó Elmer Potts, un sujeto de mediana edad, bastante elegante, succionando un largo cigarro virginiano.
-Lo sé bien. No sigo adelante.

Robert Barnes

El sheriff corrompido

Cuando John Bill llegó a su casa la preocupación se adivinaba en su rostro. John Bill era una de las personas más respetadas de Houston. Tenía una tienda de maquinaria que gozaba de notable prestigio comercial, y eran muchas las personas que lo apreciaban en la localidad. Cuando el director del Banco le dijo aquellas breves palabras: "Señor Bill: los billetes que usted presenta son falsos", creyó por unos momentos que la tierra iba a tragárselo. ¡Cómo se explicaba aquello! Pero la realidad era tajante, cruda y despiadada. El Banco necesitaba los cinco mil dólares que había concedido a John Bill en préstamo, y éste se presentaba a saldar la deuda con un paquete de billetes desprovistos de todo valor. ¿Cómo se las arreglaría para afrontar aquel grave inconveniente?

miércoles, 8 de julio de 2020

Marcial Lafuente Estefania

Tributo sangriento

-Siéntate, Sam. Primeramente quiero que escuches lo que voy a decirte, después haz lo que consideres conveniente.
-Si lo que intentas es convencerme, pierdes el tiempo. Yo no deseo terminar como Roger y sus hombres. Hay que ver lo adornado que estaba el pueblo.
-Roger tenía muchos enemigos. Hasta el sheriff considera que se trata de un ajuste de cuentas.

Marcial Lafuente Estefanía

Pista perdida

-¡Silencio! Cuando estoy hablando de la historia de este país en el que vivimos, no quiero que os distraigáis. Es cierto, como decía ayer en su pregunta Betty, que nosotros no poseemos tanta historia como Inglaterra o Francia, y menos aún podemos compararnos con Virginia, pero por ser un país muy joven nos corresponde a nosotros recoger el legado de nuestros padres, para ir haciendo la historia que algún día otros niños como vosotros escuchen con entusiasmo y envidia. Es preciso que vosotros, que muy pronto empezaréis a ser hombres, demostréis al Este y al mundo la falsedad de lo que de aquí se dice. Yo he venido de Cincinnati y allí se habla de los hombres del Oeste como gente ruda, pendenciera e inculta. Se dice que el revólver es el único lenguaje que se hace comprender aquí. Confío en que muy pronto no lleve nadie en Trinidad ni en los pueblos inmediatos esos odiosos instrumentos del crimen colgados al cinturón. Los hombres no deben hacerse temer, deben establecer unas relaciones de comprensión y de amor que no haga precisa...

Marcial Lafuente Estefanía

Marcados por cobardes

La melena muy negra, alborotada por el viento en el galopar de uno de los caballos más veloces de California, y acariciada por el sol intenso, parecía de plata a distancia.
El jinete desmontó ante la mole gigantesca de una casona de estilo colonial español, con gran habilidad.
La muchacha estaba encendida de pasión. Sus ojos brillaban intensamente.
Era alta, esbelta y ya hemos dicho que era morena.

Marcial Lafuente Estefanía

Le creyeron y era: un pistolero

Durea, el viejo y estimado sheriff de Tombstone, bebía un whisky en el local propiedad de Stone, sin entablar conversación con nadie y ensimismado en sus propios pensamientos.
 Su ayudante, que le observaba desde hacía algunos minutos, tenía la seguridad de que algo o por alguna razón que ignoraba, le preocupaba.
Razón por la que aproximándose a él, le preguntó:
-¿Puedo saber o informarme del motivo de tu preocupación, Durea?
El viejo sheriff, observando con cariño a su ayudante, respondió:
-Simplemente no me gusta la actitud de Abraham Power con su hija y ese joven y alto muchacho que trabaja para él, y del que al parecer Linda está profundamente enamorada...

Marcial Lafuente Estefanía

La sorprendente Betty

Meses antes había llamado la atención una muchacha muy guapa, que vestía como las damas en las ciudades, y que llegó en la diligencia para hospedarse en el único hotel que había en la no muy grande población.
Después de instalada en la mejor habitación, con su colección de maletas, había visitado al sheriff. Juez no había, porque solía ir el de Rock Springs, a muchas millas, cuando era llamado para dilucidar algún problema.

Marcial Lafuente Estefanía

Bala por bala

No es el momento de hacer un estudio, difícil siempre, sobre el placer morboso de la multitud ante la desgracia ajena.
Una verdadera muchedumbre saltaba gozosa y amenazadora profiriendo insultos soeces contra un joven que, emplumado, era conducido a las afueras de la ciudad, rodeado de antorchas.
Fue costumbre que costó desplazar de algunas regiones del Oeste emplumar a los considerados como ventajistas, y consistía en despojar de toda roña a la víctima elegida y embadurnarla con una especie de alquitrán natural, caliente. Sobre esta pasta cauterizante se pegaban plumas, dándole un aspecto infraumano.

Marcial Lafuente Estefanía

Trío de cobardes

En la época de oro, la ciudad de Sacramento era lo que se ha dicho por todos los escritores del Oeste e incluso por los historiadores oficiales de aquel país, una ciudad sin ley, llena de vicios y saturada de ambiciones. El hallazgo de los hombres de Sutter había de provocar un tropel tan espantoso que convertiría a los almacenes y fábricas del suizo-alemán en lo que fue Sacramento.

Marcial Lafuente Estefanía

La virginiana

Toda la población de Wichita estaba en la calle. Mejor dicho, en la plaza principal.
Estaba frente a la funeraria. Y los hombres se descubrieron cuando apareció en la puerta de la misma el ataúd que sacaban a hombros varios vaqueros.
Los numerosos saloons y bares que había en la ciudad cerraron sus puertas en señal de duelo.

Marcial Lafuente Estefanía

Huyendo del destino

Abrió los ojos con espanto el director del banco al verse encañonado por dos enormes pistolones.
-¡En marcha...! Ya verá como la próxima vez trata con más respeto a sus semejantes.
Al decir esto clavó en la espalda de Frank uno de aquellos largos pistolones y le obligó a caminar.
Poco después quedaba bajo la custodia de varios agentes.

Marcial Lafuente Estefanía

El hijo del pistolero

-¡No debes marchar, Dick! Yo me encargaré de dar a conocer la verdad.
-Es inútil, Andrews. Soy demasiado conocido y no quiero que mi hijo herede la mala enfermedad de ser perseguido constantemente... Me retirará a la montaña y...
-¿Has pensado en las condiciones que dejas a tu hijo?

Marcial Lafuente Estefanía

¡¡ Buenos ayudantes!!

Matt Atkinson, acompañado por su hermana Ruth, entró en el despacho que tenía en la parte del inmenso rancho, destinada a los caballos de carreras. Bert, el preparador, se puso en pie al entrar los dos.
-Veamos, Bert... ¿Conserva los datos de "Star" y "Blackie"?
-Desde luego. Conservo el dossier de los dos desde que nacieron.
-¿Quiere buscarlos y me los entrega mañana?
-Los tendrá preparados. ¿Es que se sabe algo de ellos?

Marcial Lafuente Estefanía

¡A mí no me gana!

Y los tres entraron en la iglesia. Los que ya estaban dentro miraban de reojo a los tres jóvenes. Leila fue directamente hacia el sitio que ocupaba todos los días a la misma hora. Hizo señas a los otros dos para que la acompañaran. Como estaba en la parte delantera de la dedicada a los feligreses, la presencia de Slim provocó comentarios en voz baja.


Gordon Lumas

¡Peste!

El jinete detuvo el caballo y paseó la mirada por el paisaje, un tanto inquieto, porque después de la larga jornada estaba seguro de haberse extraviado.
Hacia el norte se extendía una sucesión de ondulantes montañas cubiertas de bosques que bajo la luz del crepúsculo adquirían tintes oscuros y siniestros.
Todo lo demás eran pastos que la sequía había arruinado, excepto los que, en el sur se extendían a ambas orillas de un estrecho caudal de agua casi seco. Allí, dos pinceladas de verde señalaban el curso de lo que en época de lluvia debía ser un riachuelo tumultuoso.

Gordon Lumas

El valle del dolor

La cosa había empezado del modo más estúpido.
Sólo porque él no quiso beber.
Esto desencadenó un terremoto que hizo astillas un par de mesas, derribó una estantería repleta de botellas y un hombre voló por encima del mostrador empotrándose de cabeza en el espejo.
Todo ello provocó un estrépito de mil diablos, con los cristales saltando en todas direcciones y los dos individuos zurrándose con entusiasmo.
Finalmente, el más joven logró atrapar al otro por un brazo. Lo volteó girando como una peonza y cuando el aturdido bravucón se elevó por la fuerza de los giros lo soltó.
El hombre realizó un asombroso vuelo planeado que le llevó por encima de la gente hasta la pared más lejana del bar. Allí había una ventana contra la que el corpachón se estrelló.
Hubo como una explosión, un estallido de la cristalera y hombre y ventana desaparecieron para aterrizar aparatosamente en medio de la calle...

Gordon Lumas

El ojo de la furia

Los cuatro hombres, eran apenas cuatro sombras siniestras en la oscuridad, ocultos a un tiro de piedra de la casa cuyas ventanas, iluminadas semejaban luciérnagas amarillas.
Brasler, grasoso y lento, gruñó:
-¿A qué esperamos. Esa gente debe haber cerrado el trato hace rato.
-Seguro -replicó Louie Booth, mirándolo iracundo con su único ojo inyectado en sangre-. Han cerrado el trato y deben haber cenado también. Pero si atacamos ahora habremos de pelear con dos hombres más. ¿Es que no puedes pensar por tu cuenta o qué?


Gordon Lumas

El negro espectro del mal

La muchacha se llevó las manos a la espalda, soltó los botones aquí, unos cierres allá, y el escotado vestido se deslizó al suelo como a regañadientes, cual si se resistiera a abandonar la sucesión de curvas que era el prieto cuerpo de la dama.
Los ojos fríos del hombre la contemplaron de arriba abajo, y si la visión del cuerpo sólo cubierto por un par de excitantes filigranas de encajes y calados le impresionó supo ocultarlo a la perfección. Nada en la expresión de su cara delató sus emociones.
La muchacha dijo:
-Bueno, encanto, empieza a quitarte cosas tú también.
Terry MacLean parpadeó.
-¿Qué?
-No pensarás acostarte conmigo con espuelas y todo, supongo.
-Oh, eso...
-Sí, eso. Y deja de mirarme de ese modo, ¿quieres? Tienes unos ojos muy raros.
-¿Qué diablos tienen de raros...?

domingo, 5 de julio de 2020

Anthony Logan

Un revólver heredado

A finales de 1886, Magdalena, en el territorio de Nuevo México, era un pueblo dejado de la mano de Dios. Se había formado poco más de una docena de años antes cuando alguien encontró oro -puede que alguna pepita que el viento arrastrara de quién sabe dónde- en las montañas próximas. Entonces los buscadores cayeron como buitres y, como necesitaban comer, dormir y divertirse, tras ellos llegaron los comerciantes para instalar un comedero -nunca mereció ser llamado restaurante-, una fonda, un saloon y un burdel. Éste era el mejor edificio de todos los del pueblo; incluso construido con auténticos ladrillos.

Jan Hutton

En nombre de la ley

Dion Low tiró de las riendas de su montura y paró a ésta.
El espectáculo que se ofrecía ante sus ojos, aunque lo habitual en aquellos días, presentaba para él una faceta de intenso fanatismo.
Había frenado su montura a un centenar escaso de yardas y el fondo rojo del crepúsculo ensangrentado y como lleno de un presagio de violencia prestaba ese carácter extraño a la ejecución de los cinco hombres.

Wild Hampton

Una vida perdida

-¿Alguna apuesta más, caballeros?
La pregunta acababa de formularla George Hill.
Los tres hombres que con él se sentaban alrededor del tapete verde intercambiaron una rápida mirada, parecieron titubear y al fin movieron la cabeza en un gesto negativo. Uno de ellos, levantándose, murmuró, después de humedecerse los labios con la punta de la lengua:
-No, no es suficiente. Además, no... nos sentimos demasiado seguros de que no haya hecho... -no concluyó la frase.

Frank Spey

En su propia trampa

El huracán que aquella noche se desencadenó a lo largo del valle era el más violento que habían conocido los más antiguos moradores de aquella región.
Al anochecer, estallaron los primeros truenos en el horizonte, y poco después el huracán se desencadenaba con una furia infernal sobre los campos, desgajando árboles, destruyendo cercas, arrancando de cuajo los techos de las cabañas, que giraban como volutas de papel en medio de ululantes torbellinos.

Henry Keystone

Calibre 44

A medida que se acercaban al Lost Pass, Kent Randall empezó a dar señales de preocupación.
Se volvía a menudo en su silla de montar, para estudiar la marcha de la larga reata de mulas que se extendía detrás suyo.
Quince animales cargados al máximo, conducidos por cinco hombres y escoltados por otros cinco, fuertemente armados y montados en excelentes caballos.

Clark Carrados

Entre ceja y ceja

A través de las estrellas rendija que quedaban entre el ala de su sombrero y sus ojos, Roger Halley observó a la viajera que se hallaba en el asiento frontero al suyo, en el mismo vagón del ferrocarril.
La había visto subir muchos kilómetros atrás y admirado silenciosamente su hermosura. Luego, ella se había acomodado en el asiento, después de saludarle con una cortés y fría inclinación de cabeza. Halley hubiera dado algo bueno por conocer su nombre.

Clark Carrados

Soga rota

Cuando Alexander Corbett vio el desastre, comprendió intuitivamente que otro, posiblemente de menor cuantía, pero no menos importante para él, iba a abatirse sobre su persona.
Alexander Corbett, Alex para los amigos y personas de su intimidad, tuvo confirmación de ello pocos días más tarde, cuando el señor Ira R. Van Laren, financiero, accionista principal e ingeniero jefe del ferrocarril "Pacific Western", se presentó en la escena de la catástrofe.

Clark Carrados

El hombre de la cicatriz

Los seis bandidos entraron en la ciudad por dos direcciones distintas formando grupos de tres, con el fin de pasar desapercibidos.
Algunos ciudadanos les miraron, sin prestarles demasiada atención. Hombres como ellos venían a menudo a la ciudad, procedentes de todos los rincones del país.
Por los atuendos que vestían, hubieran podido pasar por vaqueros que regresaban después de la conducción de una gran manada, o por tramperos en busca de nuevas provisiones, y no faltaba el que tenía el completo aspecto de un gambusino o buscador de oro.


John Ford

Un granuja

Jack Benny no tuvo tiempo ni de calzarse las botas.
La cerradura de la puerta saltó hecha astillas por los pistoleros del enfurecido Albert Siegel, quien plantado en el dintel de la puerta miró a la mujer y al hombre y bramó, casi ahogado por la cólera:
-¡Puercos!
El encargado del Fiery-Saloon alzó la mano armada para nuevamente descargar el arma, cuando la dueña del edificio le fulminó con la mirada azul de sus ojos al ordenar, también con cólera:
-¡Quieto, Albert! ¡No te pago para que fiscalices mi vida!